9 nov 2020

Invitación a la lectura del TRATADO DE ATOLOGÍA

 


Como una invitación a la lectura, del Tratado de ateología, del filósofo Michael Onfrai, copio, para vuestro disfrute, el prefacio de esta obra escrito por el propio autor.

I. LA MEMORIA DEL DESIERTO
Después de recorrer varias horas el desierto mauritano, la visión de un viejo pastor con dos dromedarios, la joven esposa y la suegra, la hija acompañada de sus dos hijos montados en burros, cargando en conjunto todo lo que forma parte de lo esencial de la supervivencia, es decir, de la vida, me da la impresión de estar frente a un coetáneo de Mahoma. Cielo blanco y ardiente, árboles calcinados y escasos, matas de espinas arrastradas por los vientos de arena a través de las extensiones infinitas de arena anaranjada, el espectáculo me transporta al paisaje geográfico —es decir, mental— del Corán, a los tiempos intempestivos de las caravanas de camellos, de los campamentos de los nómadas, de las tribus del desierto y de los avatares de su vida.
Pienso en las tierras de Israel y de la Judea Samaría, de Jerusalén y Belén, en el lago de Tiberíades, esos lugares donde el sol quema las cabezas, reseca los cuerpos, deja sedientas las almas y provoca deseos de oasis, ansias de paraísos donde el agua corre fresca, límpida, abundante, y el aire es dulce, perfumado y grato, en los que abunda el alimento y la bebida. Los mundos subyacentes me parecen de pronto mundos contrarios, concebidos por hombres fatigados, exhaustos, consumidos por el trajín continuo a través de las dunas y las huellas de grava calcinada al rojo vivo. El monoteísmo surge de la arena.
En la noche de Ouadane, al este de Chinguetti, adonde he venido a consultar las bibliotecas islámicas ocultas bajo la arena de las dunas que con paciencia y sin tregua devoran pueblos enteros, Abdurahmán —nuestro chofer— extiende afuera su alfombra, en el suelo del patio de la casa que nos aloja. Me encuentro en una pequeña habitación, sobre un colchón improvisado. La noche gris azulado reluce en su piel negra, la luna llena suaviza los colores y su cuerpo adquiere un tono violeta. Con lentitud, como inspirado en los vaivenes del mundo, animado por los ritmos ancestrales del planeta, se agacha, se arrodilla, apoya la cabeza en el suelo, y reza. La luz de las estrellas extinguidas nos alumbra en el calor nocturno del desierto. Me parece que estoy en presencia de una escena primitiva, que soy espectador de una manifestación tal vez idéntica al primer arrebato místico del hombre. Al día siguiente, durante el trayecto, le pregunto a Abdurahmán sobre el Islam. Le asombra que un blanco occidental se muestre interesado por el Islam y rechaza que se le haga cualquier referencia al texto. Acabo de leer el Corán, pluma en mano, y recuerdo algunos versículos, palabra por palabra. Su fe no tolera que se recurra a su libro sagrado para cuestionar los fundamentos de ciertas tesis islámicas. Para él, el Islam es bueno, tolerante, generoso y pacifista. ¿La guerra santa? ¿La jihad decretada contra los infieles? ¿Las fatwas lanzadas contra un escritor? ¿El terrorismo hipermoderno? Actos llevados a cabo por locos, pero, sin duda, no por musulmanes...
No le agrada que una persona no musulmana lea el Corán y se remita a tal o cual sura para decirle que tiene razón si elige los versículos que lo confirman, pero que hay muchos otros textos en ese mismo libro que le dan la razón al combatiente armado que ciñe la cinta verde de los sacrificados a la causa, al terrorista de la Hezbollah, cargado de explosivos, al ayatolá Jomeini, que condena a muerte a Salman Rushdie, a los kamikazes, que lanzan aviones civiles contra las torres de Manhattan, a los émulos de Ben Laden, que decapitan a los rehenes civiles. Rozo la blasfemia... Vuelta al silencio en los paisajes devastados por el calor del sol.

II. EL CHACAL ONTOLÓGICO
Después de varias horas de silencio en el mismo paisaje de desierto inmutable, vuelvo al Corán, en este caso, al Paraíso. ¿Creerá Abdurahmán en esta geografía fantástica por completo, o la tomará como un símbolo? ¿Los ríos de leche y vino, las huríes de grandes ojos, los lechos de seda y brocado, las músicas celestes, los magníficos jardines? Sí, afirma: «Es así...». ¿Y el infierno, entonces? «También como dicen.» Él, que vive tan cerca de la santidad, solícito y delicado, generoso, atento al prójimo, apacible y tranquilo, en paz consigo mismo, y por lo tanto con los demás y el mundo... ¿verá algún día esas delicias? «Así lo espero.» Se lo deseo con toda sinceridad, mientras mantengo en mi fuero interno la certidumbre de que se engaña, que le mienten y que, por desgracia, no llegará nunca a conocer nada de eso...
Luego de unos instantes de silencio, me explica que, no obstante, antes de entrar en el Paraíso tendrá que rendir cuentas de su vida como hombre de fe, y que es probable que no le alcance toda su existencia para expiar una culpa que bien podría costarle la paz y la eternidad... ¿Un delito? ¿Un asesinato? ¿Un pecado mortal, como dicen los cristianos? Sí, de algún modo: un chacal que un día aplastó con las ruedas de su vehículo... Abdú iba muy rápido, no respetaba los límites de velocidad en las carreteras del desierto —donde se puede distinguir el resplandor de un faro a kilómetros de distancia—, y no lo vio venir. El animal salió de entre las sombras y dos segundos después agonizaba bajo el chasis del auto.
Respetuoso de la ley del código de la circulación, no debería haber cometido tal sacrilegio: matar a un animal sin tener necesidad de alimentarse de él. Además de que el Corán no estipula tal cosa, me parece..., no podemos sentirnos responsables de todo lo que nos ocurre. Abdurahmán piensa que sí: Alá se manifiesta en las minucias, y esta anécdota demuestra la obligación de someterse a la ley, a las reglas y al orden, porque cualquier transgresión, aunque sea mínima, nos acerca al infierno; incluso nos lleva directamente a él...
Durante mucho tiempo, el chacal lo atormentó por las noches. Le impidió dormir en más de una ocasión, y lo vio a menudo en sueños, prohibiéndole la entrada al Paraíso. Al hablar de ello, lo invadía la emoción. Su padre, un viejo sabio nonagenario, ex combatiente de la guerra del 14, se lo ratificó: era evidente que le había faltado el respeto a la ley, y debía por lo tanto dar una explicación el día de su muerte. Mientras tanto, hasta en lo más ínfimo de su vida, Abdurahmán tenía que tratar de expiar lo hecho. El chacal lo esperaría en las puertas del Paraíso. Personalmente, hubiera dado cualquier cosa por lograr que la bestia se fuese y liberara el alma de un hombre tan íntegro.
Puede parecer muy extraño que ese creyente bienaventurado comparta la misma religión que los pilotos del 11 de septiembre. Uno carga con el peso de un chacal enviado, por desgracia, al Cinosargo; los otros se alegran de haber aniquilado a un gran número de inocentes. El primero cree que le será difícil entrar en el Paraíso por haber convertido en carroña a un carroñero; los otros imaginan que merecen la beatitud por reducir a polvo la vida de miles de individuos, incluso musulmanes... No obstante, el mismo libro justifica a ambos, que se ubican en polos opuestos de la humanidad: el primero tiende hacia la santidad, y los otros llevan a cabo la barbarie.