En aquella tarde soleada de la primavera de uno de los primeros años de la década de los cincuenta del pasado siglo, en un pueblo serrano se celebró la boda.
En la mesa presidencial del banquete del festejo junto con los novios y los padrinos se sentaba el cura párroco que había dirigido la ceremonia religiosa, quien agradeció con un adecuado movimiento de cabeza y una sonrisa el grito de "viva el señor cura que los casó" y su correspondiente respuesta unánime de "viva" de los presentes, a pesar que este "viva" era el último de la serie "vivan los novios, vivan los padrinos, viva el acompañamiento..."
Al poco tiempo empezaron a ser visibles en la joven esposa los síntomas de un próximo feliz acontecimiento. Aunque a estas alturas parezca increíble, en aquellos tiempos era una diversión irrenunciable para las comadres de la aldea, la utilización de las escasas matemáticas adquiridas en sus años de escuela rural, para averiguar en qué fecha como mínimo debería nacer la criatura para que la primeriza no fuera acusada de haber llegado hasta el altar con parte de la tarea hecha por adelantado.
Pero en aquella ocasión la futura próxima madre tuvo mucha suerte, las comadres se encontraron con una diversión mucho más apetecible:
Una joven "doncella" que no había pasado por la vicaría, sufría de los mismos síntomas que la recién casada. Por supuesto tenía novio, y estos asuntos los arreglaban los varones de la familia de la mancillada hablando seriamente con el novio, para que éste reparara la afrenta al honor de la única forma posible: pasar por el altar.
El novio aseguró que en aquella faena él no había intervenido que era totalmente inocente, tanto era así que tras algunas insinuaciones de la chica dirigidas a lograr la pérdida de la inocencia, él se mosqueó de tal manera que empezó a distanciarse de ella.
Los familiares retomaron el asunto por el único camino posible, preguntar a la moza, quien sometida a presión confesó su enamoramiento por el hombre más apuesto del pueblo y a quien se debía la autoría de su estado y cuyo nombre no podía revelar.
Pero con lo que había dicho era suficiente para llegar hasta el posible culpable:
El menor de los hermanos recordó que fechas atrás una noche las campanas tocaron a arrebato, el tejado del establo del tío Carlos se incendiaba y faltó tiempo para que los vecinos formaran una cadena desde la fuente de la plaza hasta el pajar, pasándose los cubos de agua que acabaron con el incendio, pero ¿quién se colocó justo el último de la fila junto a la pared del siniestro porque su elevada estatura le permitía, sin esfuerzo, alcanzar el cubo hasta el hombre que arriba en la tapia arrojaba el contenido de agua sobre las llamas sofocando así el incendio? ¡Coño don Domingo el cura!
Y en efecto igual que ocurrió con Urbano Grandier jesuita y cura párroco de Loudun, quien por ser el hombre joven más apuesto de la ciudad se vio enredado en numerosos asuntos de faldas complicados con celos horribles que le llevaron a la hoguera de la inquisición allá en el año 1634, así se debió de ver don Domingo de amenazado por los hermanos de la agraviada, claro que tuvo mucha más fortuna, ante el posible linchamiento fue protegido por la benemérita guardia civil.
Ante la evidencia la joven confesó todo, hasta el detalle de las insinuaciones a su novio aconsejadas por el sacerdote para que cayera en la trampa y cargara con el producto del amor prohibido.
En el pueblo se cantó maliciosamente, (o quizás lo he soñado yo):
El cura a la niña
Le pidió que le pidió
Le pidió su prenda dorada
Y la muy tonta se la dio...
Ya no le queda a la niña
Mas que tripa y mal color...
Un año después nos mudamos en Madrid de barrio. Mi padre tenía que buscarme nuevo colegio, en aquella época era una buena ayuda encontrar una recomendación, y se enteró que don Domingo estaba en la parroquia del Espiritu Santo en Ventas, trasladado allí desde el pueblo. El cambio de destino era la solución que acostumbraban los obispos a utilizar en estos casos.
Fui con mi padre a la entrevista con el cura. No se si en mi admisión en el colegio municipal tuvo influencia aquel hombre en el que mis ojos de niño con seis años se fijaron comprobando que él no tenía tripa y su color de cara era bueno.
4 comentarios:
interesante relato....y muy de actualidad si pensamos en el reportaje que ha publicado el pasado fin de semana el diario el pais en relación a la situación de los curas obreros y los curas con familia, una comunidad con un número amplísimo de "socios" de la que la iglesia, a pesar de sus problemas de vocación, no parece querer utilizar. El sexo siempre ha sido un problema para los curas....Seguro que si se pudeiran casar la Iglesia tendría muchos menos lios de los que tiene, y no me refiero solo a los de faldas
En efecto el cura fue la víctima menor de la historia. ¿Cómo se puede cumplir la promesa de celibato inculcada desde la niñez en los seminarios, en una edad en la que muchos no sabían ni el significado de la palabra?
Si te das cuenta este cura, hasta el momento de su "tropiezo", fue un hombre querido y respetado que participaba en el pueblo tanto en los momentos felices "el banquete nupcial" y en los de arrimar el hombro "el incendio".
Por casualidad he llegado a tu blog. Seguiré leyéndote en los (pocos) ratos libres.
Sobre esta historia, un dato: la canción del cura es una adaptación de otra muy conocida en los tiempos del «Frente de Juventudes». Los chavales cantaban (bueno, confieso, cantábamos): «Un falagista a una niña le pidió que le pidió...» y el resto es prácticamente igual.
Espero que sigas deleitándonos con tus paridas.
Saludos
Gregorio
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